Por Róger Martínez
En estos tiempos confusos de la llamada posverdad, en el que se confunden las percepciones con las realidades, me viene con frecuencia a la memoria esta frase de santa Teresa de Ávila y que señala que “la verdad padece, pero no perece”.
La búsqueda de la verdad ha sido una de las pasiones del espíritu humano. De ahí arrancan la filosofía y todas las ciencias. Esa búsqueda ha conllevado siempre a ir al fondo de las cosas, descender a los resortes que las mueven y a descartar todo aquello que resultaba ser falso, que parecía ser verdadero, pero no lo era.
Históricamente la verdad se ha enfrentado al fuego, a la intolerancia, a la taimada conveniencia, a los intereses inconfesables, al miedo, a la mentira descarada o enmascarada, al sentimentalismo, a la simulación o a lo políticamente correcto. Al final, como contra un muro, una a una, estas posturas han terminado por estrellarse, porque si hay algo que la verdad tiene es que es terca, tozuda, testaruda.
Hay también se confunde la verdad con la opinión. Y las opiniones dependen demasiado de las percepciones o de los intereses. Las percepciones, bien sabemos, y en este espacio lo he repetido muchas veces, pueden ser sinceras, pero no verdaderas. Muchas veces se opina sin tener todos los elementos de juicio, o sin tener ninguno, solo por opinar. En mi pueblo dicen que hay gente que habla porque tiene boca, aunque carezca de real conocimiento de las cosas o peque de ignorante. También hay quien “respinga” porque ve amenazados sus intereses, o tiene compromiso previo con la simulación o con la mentira organizada y planificada. Porque hay personas que mienten deliberadamente, que hacen gala de un cinismo olímpico y que no tienen empacho en difundir falsedades; todo por autoprotegerse.
Afortunadamente, más pronto se alcanza a un mentiroso que a un cojo, con el perdón de estos últimos. Al final, luego de mucho padecer, la verdad no perece y se impone por encima de las dudas y de las falsedades.
Lo peor es al autoengaño. Habitualmente por pereza, por evitar el esfuerzo a que obliga el estudio serio y científico, hay quien asume como verdadero lo superficial, lo que no supera el más sencillo examen, lo intelectualmente despreciable. Este tipo de gente resulta peligrosa, porque, con esto de las redes sociales tiene una gran capacidad de difundir tonterías que no dejan de encontrar un público pésimamente informado o nulamente formado, que carece del criterio indispensable para sopesar lo que lee o lo que escucha.
Igual, estoy convencido que, tarde o temprano, las falsedades retroceden y la verdad luce impoluta y gloriosa. Afortunadamente.