El imperativo categórico de Immanuel Kant como fórmula del fin en sí mismo reza así: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”, y: “Obra de tal forma que tus acciones puedan ser parte de una ley universal”. Ambos imperativos determinan a la acción humana del Bien en aras de la defensa de la dignidad de toda y cada persona por igual, para protegerla de su reducción a la maldad y a ser medio o instrumento manipulado para alguien o para algunos incorrectos.
No obstante, la determinación precisa de esta firme guía de la conducta verdaderamente humana, Kant, no responde de manera concisa a cómo se puede lograr dicho imperativo en la vida cotidiana, a pesar de que reflexiona profundamente sobre la práctica de la conciencia racional y la voluntad para lograr lo anterior. Podemos decir que será, sobre todo el sociólogo del conocimiento, Karl Mannheim, con su teoría del relacionismo quien completará la ética kantiana al establecer que en la acción diaria debemos aprender a ser amables unos con los otros, mientras aprendemos igualmente a relativarnos unos a otros, en la medida en que nos hacemos grandes y pequeños en la incursión de la vida social con los demás y con nosotros mismos. Podemos, pues, decir que Mannheim concretizó los imperativos categóricos en su aplicación en la vida social para formular un nuevo imperativo que fuera más concreto para nuestro tiempo, tan irracional y violento. Ese nuevo imperativo podríamos resumirlo como sigue: “Seamos más amables y cariñosos en nuestras relaciones humanas, sociales e interpersonales con los demás” u “Obra de tal modo que te relatives a ti mismo ante los demás para ser de tal forma cariñoso contigo y con las otras personas, que éstas se sientan verdaderamente queridas y comprendidas; todo ello en aras de una ley universal y de la universalidad del comportamiento amable, respetuoso, cariñoso y cordial”.
En nuestra sociedad contemporánea priman el hartazgo, el cansancio y el agobio ante tantos problemas sociales, económicos, culturales y humanos. Por eso reinan la indiferencia, el orgullo desmedido, la altivez altanera, la incomprensión y el individualismo exacerbados. Somos todo menos cariñosos y transparentes. Ahí tenemos, para el caso, la forma en que se entiende superficialmente a los migrantes en la mayoría de los países industrializados. Como afirma el escritor y artista nacido en Ghana, John Akomfrah, radicado en el Reino Unido: “La gente está infeliz con sus vidas y el estado de su país, y culpa de ello a los inmigrantes”.
Resurgen la xenofobia y el racismo por doquier, como en Alemania, comprensibles a veces ante acciones de radicalismo extremo o criminalidad por parte de algunos inmigrantes mismos, que no logran adaptarse al Estado de Derecho y aspiran, como algunos miembros del Islam, a ignorar o respetar las tradiciones o leyes del país que les ha dado acogida. De hecho, en Alemania existe en la actualidad una discusión acerca de las musulmanas que insisten en portar un velo que las identifique como mujeres del Islam. Muchos alemanes piensan, con razón, que se pretende cubrir de un “velo” a la nación alemana, y que los más de tres millones de sirios que dejase entrar al país la excanciller alemana, Angela Merkel, a pesar de los esfuerzos por integrarlos, no se adaptan al sistema alemán y europeo, por lo que harían mejor en retornar a sus lugares de origen.
Creemos que, en nuestros países latinoamericanos, los gobiernos deben luchar más conscientemente por detener la migración, en la medida en que proveen de empleo y recursos, así como seguridad y salud, a las clases sociales más pobres. Ello, porque no toda persona se adapta a un ambiente o entorno extraño, industrializado, ajeno a sus costumbres, sobre todo gastronómicas y tradiciones originales, a su religión o a su forma de expresarse y desenvolverse en su país de origen.
Sin embargo, para solucionar este y el resto de los problemas sociales, creemos firmemente que debemos combatir la frialdad antihumanista y asumir el imperativo categórico del cariño que nos dice cómo tenemos el deber de comportarnos con los demás: “No olvides que eres un ser humano, y que el frío en la convivencia no es cariñoso ni amoroso ni comprensivo, porque te absolutiza como un individuo emocional y socialmente pobre y poco inteligente, que no sabe armonizar relacionalmente el mundo”. ¡Nunca nos cansaremos! ¡Nunca nos rendiremos!


