Por Róger Martínez
En la historia de las ideas, desde la antigüedad hasta nuestros días, es notable es esfuerzo que ha hecho el ser humano, aunque no siempre con buen resultado, por organizar la sociedad de modo que se garantice la paz social y para que, desde la convivencia civilizada, los individuos puedan hacer uso de su legítima libertad y aspirar a la felicidad. Claro, para llegar a un nivel de organización social tal, es indispensable que los ciudadanos se eduquen; conozcan hasta donde llegan sus derechos y respeten los límites donde comienzan los de los demás.
Lo anterior nos ayuda a entender la razón por la cual el conocimiento de las leyes, de las normas comunes, ha sido una constante en los sistemas educativos en casi cualquier parte. La escuela, la academia, promueve la toma de conciencia de las personas sobre su dignidad y sus derechos, y de la dignidad y los derechos de los demás.
Está claro que sin educación no hay convivencia civilizada posible, ni reconocimiento de la dignidad y derechos propios y ajenos, y que lo que queda es el panorama desolador del retorno a la barbarie. Y esto es fácil de observar en las sociedades cuyos sistemas educativos son deficientes o carecen de un fundamento filosófico y antropológico coherente con las necesidades naturales de la persona humana. Porque hay países en los que la educación se utiliza como instrumento de adoctrinamiento, y lo que se busca es “troquelar” a la niñez y juventud, lejos de fomentar el ejercicio de la libertad y la búsqueda del bien y de la verdad.
Pero, sin profundizar estas últimas afirmaciones, que nos llevarían docenas de columnas, quiero referirme a como esa educación deficiente, de baja calidad, no logra mejorar a los que a ella se exponen y apenas les proporciona unos rudimentos básicos para sobrevivir. Y eso se nota en el día a día de las comunidades, grandes o pequeñas, en las que vivimos sometidos a la “ley del más fuerte”, al clamor del que más grita, a la imposición violenta y al irrespeto en lo menudo y en lo grande.
Así, la barbarie se manifiesta en los que no respetan el derecho de vía en una calle o carretera, los que no hacen los altos previstos, los que se pegan al claxon, el pito, de su carro como locos, los que no hacen fila, los que se creen “vivos” porque se salen con la suya y no piensan en los demás.
Es evidente que algo ha fallado y sigue fallando; en los hogares y en las aulas. De ahí que, más que para adelante, parece que vamos de retroceso.