China se ha convertido en el país que más vigila a sus ciudadanos. Según se calcula, más de 200 millones (otros calculan 400 millones) de cámaras de videovigilancia, una amplia red de espías y el dominio total del ciberespacio son algunas de las medidas de terrorismo de Estado, usados por el gobierno chino para mantener controlada a su población. Además, sitios web como Google, Facebook y Twitter están censurados. Todo el control de la conducta reside en la férrea disciplina personal y social impuesta por el Partido Comunista Chino, que utiliza el coronavirus-19 como excusa para ejercer un abierto autoritarismo tecnológico, principalmente a través de dos elementos: internet y la vigilancia urbana (Véase de EFE, Así vigila China a sus ciudadanos, Diario Libre, 30 de mayo de 2019, pág. 1).
Como se señala en una investigación de la BBC, si “caminas por una calle en una ciudad en China. Una, dos, tres cámaras de vigilancia en apenas unos pasos. Minutos después la policía podrá saber prácticamente todo de ti” (Véase China, el Estado que todo lo ve: así es la red de videovigilancia más grande y más sofisticada del mundo, BBC News Mundo, 26 de diciembre de 2017, pág. 1). Según leemos seguido: “Podemos relacionar tu rostro con tu carro, con tus familiares y con las personas con las que estuviste en contacto”, dijo a la BBC, Yin Jun, vicepresidente de Investigación y Desarrollo de Dahna Technology, una empresa en Hangzhou que vendió un millón de cámaras de reconocimiento facial en China” (Ídem, pág. 1).
De esa forma, el gobierno chino pretende controlar a los infectados por la pandemia, sus lugares de residencia y costumbres, los rebrotes de la enfermedad, en fin, todo lo relacionado con las formas en que las personas se comportan y conducen. Esto lo realizan al obligar a todas las personas a instalar una aplicación especial en sus celulares, que avisa si están contagiadas o enfermos o no. La mayoría de la población china, y eso es lo terrible de esta nueva distopía del terror antisocial, ve con buenos ojos dicho control ya que aseveran sentirse más seguras con ello.
Sumado a lo anterior, China ha iniciado un sistema de puntuación o puntos para controlar la conducta privada y pública de sus ciudadanos. De ese modo el sistema tecnológico premia con puntos las buenas acciones y castiga las malas. Este sistema de créditos sociales controla la vida cotidiana, la conducta social, la moral de los deberes, las costumbres en las compras de mercancías y productos, y también la lealtad al partido chino. Cada individuo recibe una cuenta digital de créditos en la cual hay al inicio una cantidad específica de puntos. De ese modo si hay una “buena conducta” la persona recibe un bono de puntos; si, en cambio, hay una “mala conducta”, se le restan puntos. De más está decir que lo que es “bueno” o “malo”, lo determina el gobierno comunista chino, y lo que no le gusta a éste cae en la categoría de malo. Todo el quehacer de los ciudadanos está captado en forma digital: no hay escapatoria alguna. El que tiene puntos de menos por “mala conducta” va a parar a una lista negra y se le prohíben derechos civiles como el de locomoción y transporte.
Hay que decir, además, que incluso las empresas están condicionadas por el sistema de puntuación lo que las lleva a tener una presión para realizar sus negocios con calidad y respeto al medio ambiente. Sin embargo, una tal disposición total de la conducta de toda la sociedad por una élite gubernamental implica siempre la imposición de una nueva forma de terrorismo de Estado al margen de las leyes (recordemos que en China no existen tribunales independientes) que facilita la dominación desde el poder de dicha élite sobre una población completamente sumisa, poco autónoma y sometida, la cual ya es incapaz de deliberar por sí misma que es lo bueno y lo correcto, y qué está mal o es incorrecto, amén de percibir críticamente el abuso de poder por parte de sus autoridades. Facultades todas que constituyen el pensamiento crítico y deliberador de la verdadera utopía social.
Esta distopía de la sumisión tecnológica liderada por unos pocos especialistas mediáticos va en contra de toda utopía relacional auténtica que nos enseña a saber cuando decir no y cuando afirmar algo, además de conocer las causas de las cosas. Por eso, ya señalaba con razón el sociólogo francés, Michel Foucault en su libro “Vigilar y Castigar” que, “la vigilancia pasa a ser un operador económico decisivo, en la medida en que es a la vez una pieza interna en el aparato de producción y un engranaje específico del poder disciplinario” (Vigilar y Castigar, segunda edición revisada, 2009, Siglo XXI Editores, Libro electrónico). De ese modo, denunciaba Foucault, “los aparatos disciplinarios jerarquizan, unos con relación a los otros, a las ‘buenas’ y a las ‘malas’ personas. A través de esta microeconomía de una penalidad perpetua se opera una diferenciación que no es de los actos, sino de los individuos mismos, de su índole, de sus virtualidades, de su nivel o de su valor. La disciplina, al sancionar los actos con exactitud, calibra los individuos ‘en verdad’; la penalidad que pone en práctica se integra al ciclo de conocimiento de los individuos […] La distribución según los rangos o los grados tiene un doble papel: señalar las desviaciones, jerarquizar las cualidades, las competencias y las aptitudes y también castigar y recompensar”.
Un sistema totalitario como el de China comunista busca que todos sus ciudadanos se asemejen entre sí, matando las diferencias e identidades únicas y especiales. Por eso Foucault ya advertía que hay una “presión constante para que se sometan todos al mismo modelo, para que estén obligados todos juntos ‘a la subordinación, a la docilidad, a la atención en los estudios y ejercicios y a la exacta práctica de los deberes y de todas las partes de la disciplina’. Para que todos se asemejen”. En este sentido, “la disciplina ‘fabrica’ individuos; es la técnica específica de un poder que toma a los individuos a la vez como objetos y como instrumentos de su ejercicio”.
Pero hay algo más en el terrorismo distópico chino: está también la persecución y el genocidio de sus minorías étnicas, religiosas y culturales, como por ejemplo el pueblo uigur. Hay documentales que constatan el encierro de los uigures en campos de internamiento secretos sin ningún proceso legal, sometiendo a torturas y vejámenes a más de un millón de musulmanes, la mayoría uigures, algo que el gobierno chino niega tajantemente. Estos documentales hechos por investigadores de la televisión alemana, denuncian la creación de aplicaciones especiales para los celulares de la policía que les lleva a los policías a identificar el rostro de una persona uigur en la calle y así poder arrestarla o vigilarla de cerca. Otras prácticas de violencia contra los uigures como la esterilización forzada, la anticoncepción y el aborto han sido denunciados por organizaciones internacionales de derechos humanos.
Como vemos, el Big Brother de Orwell ya es una realidad y nos enfrentamos a un uso intimidatorio de las tecnologías mediáticas por parte de un Estado. Pero ninguna vigilancia podrá jamás impedir la memoria de los estudiantes asesinados en la plaza de Tiananmén el 4 de junio de 1989 y el pueblo chino, seguramente se levantará ante la destrucción totalitaria de su verdadera utopía social del pensamiento crítico. ¡En defensa de la libertad en China Continental!