La medida de todas las cosas

Por Róger Martínez

Sin duda que uno de los vicios, sino el que más complica las relaciones humanas es la soberbia. Cuando una persona se erige en la medida de todas las cosas, y en sus palabras y en su conducta se considera inerrante, estamos ante un imponente obstáculo para el diálogo, y, por lo mismo, para la convivencia armónica.

Pocas cosas, porque las hay, no son opinables en este mundo. La enorme mayoría de los asuntos tiene matices, aristas, enfoques diversos. Cierto que la realidad termina por establecer los límites de lo opinable, pero hay un enorme espacio para ello. Para gustos, colores, reza el refrán popular, y así señala que las perspectivas personales son prácticamente infinitas; tantas como seres humanos sobre el planeta. De ahí que debe pasarla muy mal, y hacérsela pasar peor a los demás, la persona que pretende que su particular punto de vista o valoración sobre un asunto sea indiscutible.

Cada ser humano tiene su propia historia; un bagaje personal único que le hace ver la vida de determinada manera. Y esa visión, producto de su recorrido vital, no puede ser infravalorada por nadie. Nadie puede arrogarse el derecho de exponer su experiencia como única e irrebatible. Incluso, cuando un individuo está claramente equivocado, merece respeto y no puede invalidarse ni marginarse. El respeto a las ideas de los demás, aunque resulten exóticas o insólitas, es fundamental para la coexistencia civilizada. Mientras no se nos quiera imponer por la fuerza determinado ideario, habrá que tolerar a los que lo profesen o intenten difundirlo.

Digo lo anterior porque a veces nos encontramos con personas que han convertido sus valoraciones en dogmas, sin que reúnan las condiciones para serlo. Y, estas mismas personas, anuncian esas valoraciones con tal estridencia, que, desde su enunciación, resultan sospechosas y poco creíbles. Resulta que, cuando uno está seguro de algo, lo confiesa con serenidad, con la paz que produce la convicción bien asentada y probada por la experiencia. El que grita no está seguro de lo que afirma; el que se enoja cuando lo contradicen es porque, en el fondo, duda de sus posturas.

Este mundo variopinto, para continuar siendo viable, nos pide saber respetar a los demás, tolerar a los diversos, ser empáticos con los distintos. Y eso exige humildad; la virtud que, justamente, se opone al vicio de la soberbia. Humildad para reconocer la dignidad del contrario, para reconocer los propios errores, para tratar de comprender a los que la vida ha marcado derroteros diferentes a los nuestros.

El autor del texto, Róger Martínez

 

 

Por Irma Becerra

Soy escritora e investigadora independiente hondureña. Me he doctorado en Filosofía con especializaciones en sociología del conocimiento y política social. He escrito once libros y numerosos ensayos sobre filosofía, sociología, educación, cultura y ética. Me interesa el libre debate y la discusión amplia, sincera y transparente. Pienso positivamente y construyo formación ciudadana para fortalecer la autoconciencia de las personas y su autoestima.