Por Róger Martínez
Los que leen esta columna estarán de acuerdo conmigo en que una de las experiencias de vida que mas dolor puede causarnos es sabernos engañados. Cuando una persona en la que habíamos depositado nuestra confianza: una novia, el cónyuge, un colega, un amigo, hace traición, porque su discurso no coincide con los hechos, como tenemos todos corazón, nos sentimos heridos. Ya decía Agustín de Hipona, San Agustín, que la maldad de la mentira radica en que lo que se afirma no concuerda con la realidad, y, también decía que, aunque haya personas que tengan la costumbre de engañar a otras, a ellas no les gustaba que las engañaran.
De ahí que la sinceridad sea una de las virtudes humanas decisivas para hacer posible la convivencia humana, porque es sumamente difícil, imposible más bien, hacer vida doméstica, trabajar o alternar socialmente, con gente que simula, que se acostumbra a decir medias verdades, que no son más que medias mentiras; con hombres o mujeres que, por falsos, en lo pequeño o en lo grande, carecen de integridad.
De niño, mi maestra de primaria me enseñó unos versos, de esos de mala calidad literaria, pero que encierran verdades contundentes, y que, seguramente, muchos de ustedes conocen: “la mentira mancha el labio infantil, que ser mentiroso mejor es morir”. En ese entonces la frase me parecía una exageración. Sobre todo, porque entre los adultos se solía hablar de “mentiras blancas” o “mentirijillas”. Y preferir la muerte a la sinceridad me resultaba un despropósito.
Con los años, y entendiendo que aquello no era más que una hipérbole, entendí, sin embargo, que, efectivamente, cuando una o varias personas se dan cuenta que les hemos mentido, que somos falsos, que lo que decimos es ajeno a la realidad, sufrimos de alguna manera una muerte ética. El mentiroso compulsivo, el farsante, el mitómano, termina por ser rechazado por la propia familia, por los compañeros de trabajo y por los amigos. Se usa ahora un eufemismo para designar a los que hablan faltando a la verdad, se les dice “pajeros”. Y se les dice así porque lo que sale de su boca no vale nada, carece de peso, es presa fácil del fuego de la verdad.
Otro sabio refrán reza que “es más fácil darle alcance a un mentiroso que a un cojo”. Y esto es porque el que miente termina por enredarse en su falsedad y fácil cae en contradicciones, hasta que acaba por quedar en evidencia.
Por lo anterior es mejor decir siempre la verdad. Aunque duela, aunque nos traiga consecuencias temporalmente desfavorables. La gente confía en nosotros cuando somos sinceros, salvajemente sinceros. Así que vale la pena no ceder a la tentación de quedar bien o de sacar ventajas, mintiendo.