Por Róger Martínez
Es evidente que la tecnología ha facilitado mucho la existencia humana. Cosas tan sencillas como la banca electrónica nos ahorra tiempo, nos evita desplazamientos innecesarios y acaba con las prisas por atenerse a unos horarios de apertura o cierre de una agencia bancaria. Las comunicaciones, no importa en el lugar que se esté del globo terráqueo, son fluidas e inmediatas. Pocos recuerdan la típica pregunta que se solía hacer cuando uno regresaba a casa al final día: ¿alguien me ha llamado?; y han desaparecido las libretas cerca de los teléfonos fijos en las que se acostumbraba a anotar los recados que individuos o empresas no habían dejado.
Hoy, con el advenimiento de la inteligencia artificial, muchas fronteras se han difuminado y lo que hasta hace muy poco sonaba a ciencia ficción, es real y está al alcance de la mano de prácticamente todos. Aquellos autómatas que en el siglo XIX maravillaron a la población han sido superados con creces por la robótica o la “realidad aumentada”.
Y esto continuará. No sabríamos predecir el desarrollo tecnológico dentro de veinte o diez años. Solo pensarlo produce vértigo.
Sin embargo, delante de las pantallas, detrás de los simuladores, dentro de los edificios en los que conservan celosamente los servidores de la famosa “nube”, hay seres humanos, hay personas. Y estas, aunque han estado, hemos estado, en este planeta desde hace miles de años continuamos siendo los mismos, seguimos siendo las mismas. Continuamos teniendo corazón, seguimos padeciendo sentimientos, nos mantenemos soñando y aspiramos a ser felices.
De ahí que, no importa cuando avance la tecnología, la formación humanística en lugar de perder vigencia se vuelve más importante. La Filosofía, la Historia, la Sociología, la Literatura, la Lingüística, continúan siendo indispensables para aprender a pensar, para saber encauzar nuestras emociones, para definir un destino vital. El modelo que buscan imitar las máquinas sigue siendo el ser humano; la lógica de todo sistema o programa procura parecerse a la de las personas.
Por lo mismo, la formación científica debe correr a la par de la educación de la voluntad, de la educación de los sentimientos. Acumular conocimientos no nos vuelve necesariamente más sabios. La sabiduría es otra cosa. Y si esto no se entiende vamos mal. Ya lo he señalado en varias ocasiones: una pared tapizada de diplomas, o, como se diría ahora: un archivo repleto de cursos y credenciales electrónicas, no son garantía de bondad y menos de felicidad. Hay que aprender a ser personas tanto como nos dedicamos a coleccionar conocimientos.
