Todo lo bueno cuesta

Por Róger Martínez

De las cuatro virtudes cardinales; la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, suele hablarse más de la segunda. A la prudencia también se hace referencia con alguna frecuencia, aunque a veces se le confunde con el hecho de ser cobarde o, peor aún, taimado. Poco se habla o escribe sobre las otras dos. En tiempos en los que se hace elogio del exceso, de cierta mala espontaneidad o de “vivir a tope”, la templanza suena a mala palabra. Y de la fortaleza también son escasas las referencias que a ella se hacen por algunas de las razones que hoy quiero enumerar.

Hoy está de moda ser hipócrita, evitar las conversaciones serias y directas y usar contantemente paños tibios. Nos hemos vueltos hipersensibles; todas las verdades incómodas se evitan y llamar a las cosas por su nombre no está bien visto. Palabras como esfuerzo, resistencia, sacrificio o exigencia solo valen en el gimnasio; en otros ambientes resultan desagradables, chocantes. La “generación de cristal” ha impuesto sus  seudo valores  y nos hemos vuelto blanditos, o sea, sin coraje.

Y lo cierto es que la vida real exige fortaleza. El día a día, en la calle, en la oficina, en el aula o en la fábrica, reclama reciedumbre. El cansancio es parte de la existencia humana, y solo el que no trabaja como se debe acaba el día fresco y sin raspones. Que un colega, o un jefe, nos mire mal, es parte del paisaje cotidiano. A veces se escuchan aplausos y otras veces silbidos de reprobación y burla. Y no por eso nos vamos a echar a morir. A veces se pisa sobre mullidas alfombras, otras sobre auténticos cardos. Y, la vida continúa. Hay ocasiones en las que se nos comprende, en las que ante nuestros errores se nos mira con indulgencia, y otras en las que, sin mucho tacto, se nos cantan las verdades para hacernos espabilar, para que reaccionemos y trabajemos mejor.

Desde hace algunas décadas se ha hablado mucho de la importancia de la resiliencia, de esa capacidad de recuperar la forma original luego de que la presión nos la ha hecho perder. Pero parece que no todos hemos entendido a fondo lo que ser resiliente implica. Porque la resiliencia convertida en virtud es hija de la fortaleza. Porque es fuerte el que no se deja aplastar, el que sobrevive a los días malos, el que juega y aguanta.

Pero esto hay que hacérselo ver, sobre todo, a la gente joven. A esa gente que se rompe a la primera y que se deprime porque no todo el mundo la felicita o le sonríe. Porque termina por sufrir más de lo debido por no haber entendido que la vida real, repito, exige ser fuerte y resistente.

El autor del texto, Róger Martínez

Por Irma Becerra

Soy escritora e investigadora independiente hondureña. Me he doctorado en Filosofía con especializaciones en sociología del conocimiento y política social. He escrito once libros y numerosos ensayos sobre filosofía, sociología, educación, cultura y ética. Me interesa el libre debate y la discusión amplia, sincera y transparente. Pienso positivamente y construyo formación ciudadana para fortalecer la autoconciencia de las personas y su autoestima.

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *