Ernst Bloch (1885-1977), filósofo alemán, en su libro “El Principio Esperanza”, nos dice en la introducción al tema de la utopía en la historia que no debemos renunciar a los sueños y que debemos soñar cómo las cosas deben ir siempre mejor. Veamos: “¿Quién somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué esperamos? ¿Qué nos espera? Muchos se sienten confusos tan solo con estas preguntas. El suelo tiembla, y no saben por qué y de qué. Esta su situación es angustia, y si se hace más determinada, miedo. Una vez alguien salió al ancho mundo para aprender qué era el miedo. En la época recién transcurrida se ha logrado esto con mayor facilidad y más inmediatamente este arte se ha dominado de modo terrible. Sin embargo, ha llegado el momento -si se prescinde de los autores del miedo de que tengamos un sentimiento más acorde con nosotros. Se trata de aprender la esperanza. Su labor no ceja, está enamorada en el triunfo, no en el fracaso. La esperanza situada sobre el miedo no es pasiva como éste, ni menos aún, está encerrada en un anonadamiento. El afecto de la esperanza sale de sí, da amplitud a los seres humanos en lugar de angostarlos, nunca puede saber bastante de lo que les da intención hacia el interior y de lo que puede aliarse con ellos hacia el exterior. El trabajo de este afecto exige seres humanos que se entreguen activamente al proceso del devenir al que ellos mismos pertenecen. No soporta una vida de perro, que solo se siente pasivamente arrojada en el ente, en un ente incomprendido, o incluso lastimosamente reconocido. El trabajo contra la angustia vital y los manejos del miedo es un trabajo contra sus autores, en su mayoría muy identificables, y busca en el mundo mismo lo que sirve de ayuda al mundo: algo que es susceptible de ser encontrado. ¡Con qué abundancia se soñó en todo tiempo, se soñó con una vida mejor que fuera posible! La vida de todos los hombres se halla cruzada por sueños soñados despierto; una parte de ellos es simplemente una fuga banal, también enervante, también presa para impostores, pero otra parte incita, no permite conformarse con lo malo existente, es decir, no permite la renuncia. Esta otra parte tiene en su núcleo la esperanza y es trasmisible. Puede ser extraída del desvaído soñar despierto y de su taimado abuso, es activable sin vislumbres engañosos. No hay hombre que viva sin soñar despierto; de lo que se trata es de conocer cada vez más estos sueños, a fin de mantenerlos así dirigidos a su diana eficazmente, certeramente. ¡Qué lo sueños soñados despierto se hagan más intensos!, pues ello significa que se enriquecen justamente con la mirada serena; no en el sentido de la obstinación, sino de la clarificación. No en el sentido del entendimiento simplemente observador que toma las cosas tal y como son y se encuentran, sino del entendimiento participante, que las toma tal y como marchan, es decir, como debían ir mejor. Los sueños soñados despierto, pueden, por eso, hacerse verdaderamente más intenso, es decir, más lúcidos, más agradables, más conocidos, más entendidos y más en mediación con las cosas. A fin de que el trigo que quiere madurar pueda ser estimulado y recolectado” (Bloch, 2016: 2. El énfasis es nuestro).
“Lo importante aquí es: la mirada llena de fantasía y cargada de esperanza propia de la función utópica no se corrige desde la perspectiva del enano, sino solo desde el punto de vista de lo real en la anticipación misma. Es decir, desde el punto de vista de aquel único realismo real, que es solo uno porque sabe de la tendencia de lo real, de la posibilidad real-objetiva a la que se halla coordinada la tendencia, o lo que es lo mismo, que sabe de las propias cualidades utópicas y grávidas de futuro de la realidad. Y la madurez así descrita de la función utópica más allá de todo extravío describe también, y no en último término, el «sentido de la tendencia» en el socialismo filosófico, a diferencia del pervertido «sentido de los hechos» del socialismo empírico. El punto de contacto entre el sueño y la vida sin el cual el sueño no es más que utopía abstracta y la vida solo trivialidad se halla en la capacidad utópica reintegrada a su verdadera dimensión, la cual se halla siempre vinculada a lo real-posible. Una capacidad que no solo en nuestra naturaleza, sino en la de todo el proceso externo, trasciende en tendencia lo dado en el momento. Aquí tendría su sitio el concepto, solo aparentemente paradójico, de lo utópico-concreto, es decir, de lo anticipatorio, un concepto que no coincide en absoluto con la ensoñación utópico-abstracta, y que no queda tampoco refutado por la inmadurez del socialismo meramente utópico-abstracto” (Ídem, pág. 108).
La importancia del marxismo en la determinación de la necesidad de la utopía como luz anticipadora de la historia humana, y la esperanza misma como el más luminoso afecto de la especie humana que es solo propia de ella: “Una prueba de la potencia y la verdad del marxismo es el hecho de que ha desplazado hacia adelante las nubes en los sueños, pero sin haber por eso extinguido el fuego implícito en ellos, si no, al contrario, habiéndolo intensificado por medio de la concreción. La conciencia y el saber de la intención de espera tienen así que resistir la prueba como inteligencia de la esperanza, en medio de una luz inmanente que se trasciende a sí misma dialéctica y materialmente. Y así también es la función utópica la única función trascendente que ha quedado y la única que merece quedar: una función trascendente sin trascendencia. Su asidero y correlato es el proceso que aún no ha dado a luz su contenido más inmanente, pero que se halla siempre en curso. Un proceso que, en consecuencia, se encuentra él mismo en la esperanza y en el presentimiento objetivo de lo que todavía-no-ha-llegado-a-ser, en el sentido de lo que todavía-no-ha-llegado-a-ser-lo-que-debiera. La conciencia de la frontera arroja la mejor luz para ello; la función utópica, en tanto que actividad inteligida del afecto de la espera, del presentimiento de la esperanza, se halla en alianza con todas las auroras en el mundo. La función utópica entiende lo demoledor porque ella misma lo es de una manera muy concentrada: su ratio es la ratio indebilitada de un optimismo militante. Item: el contenido del acto de la esperanza es, en tanto que clarificado conscientemente, que explicitado eficientemente, la función utópica positiva; el contenido histórico de la esperanza, representado primeramente en imágenes, indagado enciclopédicamente en juicios reales, es la cultura humana referida a su horizonte utópico concreto. En este conocimiento labora, como efecto de la espera en la ratio y como ratio en el afecto de la espera, el complejo docto spes. Y en este complejo ya no predomina la consideración tan solo de lo llegado a ser -como ha venido ocurriendo tradicionalmente- sino la actitud participante y colaboradora en el proceso, una actitud que, por eso, desde Marx, no está cerrada metódicamente al devenir, y ala que lo novum no le es ajeno como materia. Desde este momento, el tema de la filosofía se halla tan solo en el topo de un devenir inconcluso y sometido a leyes, dado en la conciencia figurativa y activa, y en el mundo del saber. Ha sido el marxismo el que por primera vez ha descubierto científicamente este topo, y lo ha descubierto en el tránsito del socialismo desde la utopía a la ciencia” (Ídem, págs. 108-109).
En las filosofías previas al marxismo se construyen ideales de perfección que concluyen por eso la historia. Para Bloch, la función utópica debe confirmarse contra esta conclusión y contra la imposición de la estática del ideal. Solo de ese modo la utopía es esperanza como apertura hacia el ser: “La isla solitaria en la que, al parecer, se encuentra la utopía puede ser, sin duda, un arquetipo, pero en ella actúan con mayor intensidad las figuras ideales de la perfección anhelada, en tanto que despliegue libre o también ordenado del contenido vital. La función utópica tiene, por tanto, que confirmarse respecto al ideal en la misma línea que respecto a la utopía misma: en la línea, como hemos indicado, de una mediación concreta con la tendencia ideal material en el mundo. Lo ideal no puede, de ninguna manera, ser adoctrinado o rectificado por meros hechos; es característico de su esencia el encontrarse en una relación tensa con la mera facticidad llegada a ser. No obstante, lo cual, lo ideal, si de algo sirve, mantiene contacto con el proceso del mundo, en el que los llamados hechos son abstracciones fijadas y objetivadas. En sus anticipaciones, si son concretas, lo ideal tiene un correlato con los contenidos de esperanza de la latencia-tendencia; y este correlato hace posibles ideales éticos como modelos, ideales estéticos como pre-mostración, que apuntan a un algo que va a hacerse posiblemente real. Estos ideales rectificados y adecuados por la función utópica son, en su conjunto, los ideales de un contenido del mundo y del yo humanamente apropiados; y, por ello mismo, son todos los que aquí, en último término, podría resumir como simplificar la esencia de lo ideal o modificaciones del contenido fundamental: el bien supremo. En relación con este contenido supremo de la esperanza, del posible contenido del mundo, los ideales se comportan como medios para un fin: por eso existe una jerarquía de los ideales, y por eso es posible sacrificar un ideal inferior a un ideal superior, teniendo en cuenta, sobre todo, que aquel surge, de nuevo, en la realización de este (Ídem, págs. 128-129).
Para Bloch, de lo que se trata es de repensar el pasado como impulso y esperanza de la revolución: “[…] Pero, sin embargo, lo opuesto de la aproximación infinita no es la pura presencia, ni tampoco la consecución total de la llegada al objetivo, lo opuesto es la finitud del proceso y de la distancia de anticipación, que aquella finitud hace siempre posible abarcar. Este pre-sentimiento auténtico, un sentimiento que implica en un estadio final alcanzable, realiza, sin duda, de la manera más amplia, más democrática y humana los momentos grandiosos de una revolución comenzada felizmente y que festeja después su triunfo. Sin embargo, solo y solo de tal manera que no descanse en los laureles del presente, sino que, al contrario, en los apremios del triunfo conciba tanto más este triunfo como cometido, entendiendo el presente feliz, a la vez, como prenda del futuro. Las revoluciones hacen realidad las más viejas esperanzas de la humanidad; y justamente por ello implican, exigen, la concreción cada vez más exacta de lo tenido como reino de la libertad, así como del camino inconcluso hacia allí. Solo si un ser como utopía (y, en consecuencia, la forma de realidad aún no apurada de lo logrado) aprehendiera el contenido de ímpetu del ahora y aquí, se insertaría totalmente en el ser logrado de la realidad la dimensión fundamental de este ímpetu, es decir, la esperanza. Hasta llegar a este cumplimiento posible, la intención del mundo de los sueños soñados despierto sigue su curso: no hay satisfacción parcial que pueda hacerla olvidar. Porque lo que sigue alentando en la utopía es el recuerdo del contenido fundamental en nuestro impulso, en tanto que no ha alcanzado la conciencia, ni mucho menos el mundo de lo logrado” (Ídem, págs. 140-141).
Es decir, siempre en la marcha del ideal subsiste el impulso hacia un algo todavía mejor, que hace su transcurso una forma siempre inconclusa del devenir histórico: es la concreción de la utopía como historia de la esperanza. Por eso Bloch agrega: “Solo si se diera un ser como utopía y si, como consecuencia, la clase de realidad aún pendiente del ser-logrado hiciera radicalmente presente el contenido del impulso del ahora y aquí, solo entonces quedaría incorporado a la realidad realizada el elemento fundamental de este impulso, es decir, la esperanza como tal. El contenido de lo realizado sería entonces el contenido mismo de aquello a realizar, y el «qué» en la esencia (quidditas) de la solución sería exactamente el «qué» del fundamento planteado (quodditas) del mundo. La esencia -la materia más altamente cualificada- no ha hecho aún su aparición, y es por lo que su ausencia en todo fenómeno logrado hasta ahora representa el absoluto todavía no manifiesto de aquella esencia. Pero el mundo hace sitio también para esta ausencia, y en la frontera de su proceso el contenido final se halla en efervescencia y posibilidad real. A este estado de contenido final está dirigida la conciencia anticipadora concreta, y en él tiene su revelación y positividad” (Ídem, pág. 145. El resaltado es nuestro).
La utopía concreta es el horizonte de la historia: “Todo lo vivo, decía Goethe, tiene una atmósfera en su torno; todo lo real en su conjunto, en tanto que es vida, proceso, y puede ser correlato de la fantasía objetiva, tiene un horizonte. Un horizonte interior que se extiende, por así decirlo, verticalmente, en la propia oscuridad, y un horizonte exterior, de gran amplitud, e la luz del mundo; y ambos horizontes se hallan llenos en su trasfondo con la misma utopía, es decir, que son, en el ultimum, idénticos. Allí donde se prescinde del horizonte perspectivista, la realidad aparece solo como llegada a ser, como muerta, y son aquí también los muertos, naturalistas y empiristas, los que entierran a sus muertos. Allí donde el horizonte perspectivista se incluye en la visión, lo real aparece como lo que efectivamente es: como un entresijo de procesos dialécticos que tienen lugar en un mundo inacabado, en un mundo que no sería en absoluto modificable sin el inmenso futuro como posibilidad real en él. Juntamente con aquel totum que no representa el todo aislado de cada uno de los sectores del proceso, sino el todo de la cosa pendiente del proceso, es decir, de naturaleza tendencial y latente. Solo esto es realismo, algo, desde luego, inasequible a aquel esquematismo que lo sabe todo de antemano y que tiene por realidad sus esquemas uniformes e incluso formalistas. La realidad no está completa sin posibilidad real y el mundo sin propiedades grávidas de futuro no merece, como tampoco el pequeño burgués, ni una mirada, ni un arte, ni una ciencia. Utopía concreta se encuentra en el horizonte de toda realidad; posibilidad real rodea, hasta lo último, las tendencias-latencias abiertas dialécticas […]” (Ídem, pág. 167. El subrayado es nuestro).
“Sin materia no es aprehensible ningún suelo de la anticipación (real); sin anticipación (real) no es aprehensible ningún horizonte de la materia. La posibilidad real no se encuentra, por tanto, en ninguna ontología ya determinada del ser del ente anterior, sino en una ontología del ser del ente-que-todavía-no-es, nuevamente fundamentada de modo ininterrumpido, tal como el futuro lo ha descubierto todavía en el pasado y en toda la naturaleza. En el espacio antiguo se apunta así nuevo espacio: posibilidad real es el ante-sí categorial del movimiento material como un proceso; es el específico carácter delimitado precisamente de la realidad en la frontera de su acontecer. ¿Cómo, de otra manera, explicar las cualidades grávidas de futuro de la materia? No hay ningún verdadero realismo sin la verdadera dimensión de esta apertura” (Ídem, pág. 178).
“Lo posible real comienza en el germen en el que se halla incluso lo que ha de venir. Lo allí predibujado impele a desarrollarse, pero no, desde luego, como si se encontrara ya de antemano encerrado en un lugar angosto. El «germen» se enfrenta todavía con muchos avances, la «disposición» se despliega en el despliegue mismo hacia inicios de su potentia-possibilitas siempre nuevos y más precisos. Lo posible real en germen y disposición no es, en consecuencia, nunca algo concluso encapsulado que, como un algo existente en pequeñas dimensiones, solo necesita desarrollarse. Su apertura, al contrario, la corrobora como despliegue real en desenvolvimiento, no como mero desdoblamiento o distribución. Potentia-possibilitas hace siempre originarios en nuevos estadios, siempre con nuevo contenido latente las raíces y origen de las manifestaciones en proceso permanente. Y así llega el hombre que trabaja, esa raíz del hacerse de la humanidad, transformado por toda su historia ulterior y desarrollado en ella cada vez más precisamente. Se puede incluso decir que también el paso erguido del hombre esta nuestra alfa, en la que se encuentra la disposición para la plena inflexibilidad, es decir, para el reino de la libertad, camina, siempre transformado y más precisamente cualificado, por la historia de las revoluciones cada vez más concretas. Hasta llegar al hombre sin clases, que, en su totalidad, representa la última posibilidad implícita en la historia anterior. Lo posible real no se mantiene, por eso, tan solo como disposición para su realidad e impulsando aquella, sino que, como el último totum en desarrollo constante de esta disposición, se comporta de modo esencial respecto a la realidad que ya ha llegado a ser” (Ídem, pág. 178).
Y así surge la verdadera historia contra la tendencia hacia el nihilismo que prevalece en la sociedad industrial y también en la sociedad del tradicionalismo periférico: “El verdadero traspasar conoce y activa la tendencia inserta en la historia, de curso dialéctico. En sentido primario, el hombre que aspira a algo vive hacia el futuro; el pasado solo viene después, y el auténtico presente casi todavía no existe en absoluto. El futuro contiene lo temido o lo esperado; según la intención humana, es decir, sin frustración, solo contiene lo que es esperanza. La función y el contenido de la esperanza son vividos intensamente, y en tiempos de una sociedad ascendente son actualizados y expandidos de modo incesante. Solo en tiempos de una vieja sociedad en decadencia, como es la actual sociedad en Occidente, hay una cierta intención parcial y perecedera que discurre hacia abajo. En aquellos que no encuentran salida a la decadencia, se manifiesta entonces el miedo a la esperanza y contra la esperanza. Es el momento en que el miedo se da como la máscara subjetivista y el nihilismo como la máscara objetivista del fenómeno de la crisis: del fenómeno soportado, pero no entendido; del fenómeno lamentado, pero no transformado” (Ídem, pág. 3).