Por Róger Martínez
Aunque en más de una ocasión he escrito sobre la importancia de la autenticidad, que no es más que un reflejo de la integridad interior, y de la necesidad de despojarse de las máscaras y evitar su uso para llevar una vida que valga la pena vivir, y para no engañar a los demás, vuelvo al tema, porque veo que la tentación de aparentar lo que no se es y de llevar una existencia llena de incoherencias es muy frecuente.
Para poder llevar una existencia plena; para aspirar a una vida virtuosa que haga posible la convivencia amable con los demás y no nos convirtamos en personas a evitar, es fundamental que nos conozcamos bien. Solo si estamos claramente conscientes de nuestras virtudes y de nuestros defectos, de nuestras potencias y de nuestras carencias, podremos dar la batalla en contra de los segundos y nos colocaremos en un plano inclinado sobre el que vayamos escalando hacia la excelencia humana, hacia la plenitud.
Pero el mayor y principal obstáculo para el autoconocimiento es, raro sería que no lo fuera, la soberbia. Es natural y saludable, que tengamos un autoconcepto positivo y que reconozcamos lo bueno que tenemos, pero pasar de la autoestima al ego estima; pasar de una visión realista y optimista de nosotros mismos a una inflada y alejada de la realidad, es muy peligroso. El autoengaño, la consideración alejada de la verdad de unas supuestas cualidades, puede llegar a ser trágico, porque nos impide mejorar y, por supuesto, dificulta nuestras interacciones sanas con la gente que nos rodea.
Muchas veces, vemos a nuestro alrededor hombres y mujeres que no pueden dejar de recordarnos al conocido cuento del traje nuevo del emperador; hombres y mujeres que se consideran excepcionales, fueras de serie, inerrantes, candidatos a la perfección, y que, por lo anterior, rechazan todo tipo de sugerencia o corrección, y que más bien se ofenden ante la mínima insinuación sobre su falibilidad. Son personas que prefieren “morir engañadas” que aceptar sus defectos y equivocaciones. Suelen ser personas que buscan el aplauso y este los marea en grado sumo, y no pueden vivir sin recibir elogios constantes y múltiples felicitaciones. Claro, para los que las rodean resultan insoportables, y, como dije al principio, se prefiere evitarlas. Igual, tarde o temprano, la vida misma baja a estas personas del pedestal y, dolorosísimo para ellas, las humilla.
Por eso es por lo que es mejor vivir con los pies sobre la tierra y evitar los encumbramientos, porque, como cantaba Alberto Cortez, “mientras más alto volamos…nos duele más la caída”.