Por Róger Martínez
Basta con leer un diario, físico o digital, e informarnos sobre lo que sucede en Honduras y en el mundo para que caigamos en cuenta que padecemos una gravísima ausencia de sentido de la importancia de la conducta ética, tanto en el proceder privado, personal, individual, como público. Esto no solo se nota en la violencia física que ejerce la delincuencia sobre sus víctimas, sino también en la verbal que manifiestan algunas personas que, sobre todo por medio de las redes sociales, destilan veneno en contra de los que no piensan como ellas. Claro está, la falta de coherencia de vida; la incongruencia entre lo que se dice y lo que se hace, o la corrupción que parece no tener fin y que se reinventa bajo distintas máscaras, muestra también que urge un despertar de la conciencia nacional para que deje de llamarse bueno a lo malo, para que se condene lo condenable y no se busquen subterfugios para justificar lo injustificable.
La semana anterior, intercambiaba mensajes con la Dra. Irma Becerra, filósofa, experta en Ética, y compartíamos la preocupación sobre esa larga serie de eventos nacionales que no hacen sino denotar que detrás de ellos lo que hay es carencia de formación ética, de cultivo de valores, de ejercicio de virtudes humanas. De ahí que se haya vuelto moneda corriente el insulto, la difamación, el uso irracional de la fuerza, el irrespeto, la imposición o la terquedad más obtusa, así como el rechazo al diálogo, a la noble negociación, al consenso.
Coincidimos con la Dra. Becerra en lo útil que resultaría la creación de una especie de Coalición por la Ética, una suerte de “think tank”, cuya misión consistiera en promover el debate académico sobre la importancia de los valores en la vida ciudadana, para que no se siga hablando de ellos cuando no se sabe exactamente lo que son y para que conceptos como: justicia, responsabilidad, tolerancia o respeto dejen de formar parte de discursos que poco tienen que ver con la realidad y se trabaje para que verdaderamente presidan la vida nacional.
Y para ello no hace falta ser inmaculado o considerarse impoluto, conductualmente hablando; bastaría con que se tuviera el sincero interés por adecentar tanto las instituciones como la convivencia ordinaria y cotidiana para hacer viable este país al que tanto decimos querer, pero no siempre demostramos con hechos.
Hay miles de hondureños honrados que seguramente apostarían para que los valores, la ética, marque el rumbo de Honduras y corrija las rutas equivocadas.
El autor del artículo Róger Martínez