Por Róger Martínez
Uno de los vicios que más impiden la convivencia social armónica y, sobre todo, la indispensable confianza para relacionarnos cotidianamente es la falta de coherencia, de integridad, que pueden padecer las personas con las que interactuamos.
Sucede que no deja nunca de ser un reto esa obligatoria concordancia entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos. Hay que batallar cada día para mantener la palabra empeñada, para que no haya baches entre el discurso y la acción, para que no haya fisuras tales en la conducta que generen desconfianza e impidan que merezcamos al respeto de los demás. Porque si hay algo que causa rechazo hacia una persona es cuando ésta afirma lo que no vive o su sí no es siempre sí, y su no, no siempre es no, porque, como las veletas, gira según el viento que sople y se acomoda a las circunstancias y a las conveniencias.
Es incoherente, también, la persona que posee una colección de máscaras que va alternando según quien sea el interlocutor o el fondo del paisaje en que se mueve. Así, hay hombres y mujeres que ante los poderosos son dóciles y complacientes, como mansos mininos, y ante los humildes, ante los que carecen de grandes bienes materiales o desempeñan labores socialmente con poco brillo, se decantan por las actitudes soberbias, por el maltrato, incluso, por el tono imperativo y arrogante.
La falta de integridad, la personalidad poliédrica, aquella que abunda en ángulos y recovecos, la polifacética, en el peor sentido del término, es un dolor de cabeza para aquellos que están obligados, por razones de parentesco, de trabajo o de círculo social, a alternar con ella. Porque ante la falta de coherencia de vida, de solidez en la conducta, no saben los demás a que atenerse y van de sorpresa en sorpresa, de decepción en decepción.
Por el contrario, da gusto interactuar con gente que no tiene más que una cara; personas cuya conducta es predecible porque carecen de máscaras y procuran nunca sucumbir a la tentación de desdoblarse, de “darse vuelta en lo parejo” como reza el refrán popular. Da gusto conocer a hombres y a mujeres que no tienen precio en el mercado de los negocios o de la política, que no son tasables; que no se mueven con base en intereses oscuros y mezquinos, y que son como una carta abierta y manifiesta al público.
Claro, es un asunto de crianza, del contexto familiar en que se crece, y luego, cuando se es adulto, de la lucha por ser mejores, del esfuerzo personal para evitar la adquisición de vicios anti-éticos y de cultivar valores y virtudes.
El autor del ensayo, Róger Martínez