En debate con Noam Chomsky en 1971 sobre las nociones de naturaleza humana y justicia, Michel Foucault se expresa como sigue: “Me parece que, en una sociedad como la nuestra, la verdadera tarea política es criticar el juego de las instituciones en apariencia neutras e independientes, criticarlas y atacarlas de manera tal que la violencia política, que se ejerce oscuramente en ellas, sea desenmascarada y que se pueda luchar contra ellas. Esta crítica y este combate me parecen esenciales por diferentes razones. Primero, porque el poder político es mucho más profundo de lo que se sospecha. Hay centros y puntos de apoyo invisibles, poco conocidos. Su verdadera resistencia, su verdadera solidez se encuentra, quizá, allí donde no lo esperamos. Puede ser que no sea suficiente con sostener que, detrás del gobierno, detrás del aparato de Estado, hay una clase dominante. Es necesario situar el punto de actividad, los lugares y las formas en que se ejerce esta dominación. […] Si no se logra reconocer estos puntos de apoyo del poder de clase, se corre el riesgo de permitirles continuar existiendo y ver cómo se reconstruye este poder de clase después de un proceso revolucionario aparente” (Foucault, Siglo Veintiuno Editores, 2012, pág. 19).
Como vemos, esa descripción del poder político, sobre todo el ejercido desde las instituciones del Estado y el gobierno, no es exclusiva de las sociedades industriales, sino que se puede aplicar también a nuestras sociedades del Tercer Mundo, en especial Latinoamérica, actualmente cooptadas por el narcotráfico y el crimen organizado. Precisamos, de un estudio de la micro-física del poder nacional para desentrañar sus interrelaciones internas y ver como funciona su sistema de redes internas que lo sostiene y que lo mantiene controlando a nuestras sociedades, personas, ciudadanos y pueblos.
En una entrevista de 1979, Foucault describe estos múltiples puntos de apoyo mediante el nexo entre racionalidad y violencia: “Hay una lógica en las instituciones, en la conducta de los individuos y en las relaciones políticas. Hay una racionalidad aun en las formas más violentas. En la violencia, lo más peligroso es su racionalidad. Cierto, la violencia en sí misma es terrible. Pero la violencia encuentra su anclaje más profundo y su forma de permanencia en la forma de racionalidad que nosotros utilizamos. Se ha afirmado que, si viviésemos en un mundo racional, podríamos deshacernos de la violencia. Es completamente falso. Entre violencia y racionalidad no hay incompatibilidad. Mi problema no es condenar la razón, sino determinar la naturaleza de esta racionalidad que es compatible con la violencia. No es la razón en general lo que yo combato. No podría combatir la razón” (Ídem, págs. 19-20).
Lo anterior, nos lleva a pensar que nosotros mismos como individuos reproducimos la violencia y su círculo vicioso a través de nuestras conductas y discursos propios de la sociedad patriarcal, la cual utiliza unos medios de comunicación mediáticos aparentemente muy “racionales” que apelan al consentimiento y la complacencia de las personas para justificar las relaciones de poder y la violencia que emana de ellas. Esas conductas y discursos propios los asumimos y asimilamos solo como conductas y discursos personales, cuando, en realidad, obedecen a la racionalidad deformada de la violencia propia de toda la institucionalidad patriarcal, cuyas manifestaciones iracundas se han extremado en los últimos años, según ha tenido expansión el narcotráfico y el crimen organizado. Esa racionalidad de la violencia adopta la forma desde la organización escrita (libretas de los narcotraficantes donde apuntan minuciosamente sus negocios y sus contactos, por ejemplo); además, de organización de los negocios y la comunicación directa (diálogos de los políticos con los narcotraficantes en determinados cafés y restaurantes de las principales ciudades); reuniones secretas con altos mandos policiales y jerarcas políticos de las principales familias que controlan el poder hegemónico en cada país (diálogos al interior de los partidos políticos y las instituciones gubernamentales cooptadas por los narcotraficantes); hasta la organización discursiva y la manipulación psicológica emocional dentro de las familias de toda la sociedad y no solamente las familias poderosas, para que los más jóvenes, especialmente los varones, reproduzcan los modelos económicos y de relaciones de poder político injusto y violento; y, finalmente, la organización de relaciones de poder político dentro de las instituciones gubernamentales basadas en la intriga, la competencia desleal, la ausencia de meritocracia, la falta de formación política y de nivel profesional, la politización, la intromisión directa del poder ejecutivo en las instituciones del Estado, la corrupción, la impunidad hasta el sicariato y asesinato directo de integrantes de la población sin que haya mayor pronunciamiento por parte del Estado al respecto, y asimismo, la colusión de las redes internacionales del poder para asumir compromisos económicos y geopolíticos con determinado país o bloque imperial.
Como vemos, el poder es algo mucho más complejo que su mero aparato legal, institucional o jurídico: “Creo que los mecanismos de poder son mucho más amplios que el mero aparato jurídico, legal, y que el poder se ejerce mediante procedimientos de dominación que son muy numerosos” (Ídem, pág. 41).
A la pregunta del entrevistador: “Usted dice que hay un poder jurídico y que existe lo extrajurídico donde también se opera un poder. ¿Y la relación de todo esto sería el poder?”, Foucault responde: “Sí, son las relaciones de poder. Como usted sabe, las relaciones de poder son las que los aparatos de Estado ejercen sobre los individuos, pero asimismo la que el padre de familia ejerce sobre su mujer y sus hijos, el poder ejercido por el médico, el poder ejercido por el notable, el poder que el dueño ejerce en su fábrica sobre sus obreros”.
En este sentido, para Foucault más que un poder hay relaciones complejas de poder, el poder es pues algo relacional porque tiene que ver con el control que se ejerce no solamente sobre las personas, sino, ante todo, el poder que se ejerce sobre las relaciones entre las personas. Por eso señala a continuación: “Muy a pesar de su complejidad y su diversidad, esas relaciones de poder logran organizarse en una especie de figura global. Podríamos decir que es la dominación de la clase burguesa o de algunos de sus elementos sobre el cuerpo social. Pero no me parece que sean la clase burguesa o tales o cuales de sus elementos los que imponen el conjunto de las relaciones de poder. Digamos que esa clase las aprovecha, las utiliza, las modifica, trata de intensificar algunas de esas relaciones de poder, o, al contrario, de atenuar algunas otras. No hay, pues, un foco único del que todas ellas salgan como si fuera por emanación, sino un entrelazamiento de relaciones de poder que, en suma, hace posible la dominación de una clase social sobre otra, de un grupo sobre otro”. Se trata, pues, como vemos, de un entrelazamiento de la propia consciencia y el inconsciente de las personas, un experimento histórico que las atrapa para reproducir la violencia de un poder que se nutre de relaciones disfuncionales y desiguales, donde hay victimarios y corruptores, por un lado, y víctimas y corrompidos por otro. ¿Qué hacer, entonces, para cambiar esas relaciones deformadas de poder por otras que sean relaciones de un poder con ética y moral para toda la convivencia humana, local, nacional e internacional? Antes de responder a esta interrogante crucial, debemos profundizar críticamente en la propia postura teórica de Foucault.
Si bien es cierto, consideramos correctas las apreciaciones de Foucault acerca de la comprensión del poder como una relación, creemos que este reduce todas las relaciones humanas a relaciones de poder, y no hay lugar aquí, para el diálogo y la comunicación relacionales lumínicas que también se llevan a cabo en la sociedad entre los mejores individuos y los mejores ciudadanos, por depurar éticamente las relaciones disfuncionales del poder, especialmente, el poder político.
Encontramos en Foucault, y su visión estructuralista, una absolutización del poder como relación omnímoda presente en todas las relaciones humanas y que no se puede trascender ya que siempre estará allí, no hay lugar para la relación humana desinteresada, pura, de amor verdadero y amistad incorruptibles, que no persigue ni la ambición, ni la codicia ni el camino fácil de la vida. Para Foucault, la relación humana siempre llevará el interés del poder consigo, este la atravesará de lado a lado, y el poder así visto, aparece como una relación que forma una estructura inmutable jerárquica de arriba hacia abajo, hasta ahora poco liberadora, que siempre corromperá a todas las personas por igual. No hay, pues, escapatoria posible en esta comprensión estructuralista del poder: todo terminará por sucumbir a la dominación inherente a las relaciones humanas donde siempre regirá el más fuerte o el más listo y astuto. Por eso, el expresidente, Juan Orlando Hernández, pudo decir que “el indio hondureño es pendejo, solo le das una carnita asada y una cerveza y ya vota”. Tal vez, aparentemente sea así, y esto se pudo aprovechar por la élite corrupta de Honduras, hoy puesta en evidencia en su conjunto en el juicio a JOH en Estados Unidos de América. Pero, la apariencia no es la esencia de las cosas, las personas, las relaciones y los pueblos. Siempre hay y habrá individuos que no se dejen corromper y que alerten acerca del curso amoral y anti cívico que se está siguiendo con un determinado curso y período de la historia de un país. De ahí, que las expectativas de una Ética de la Convivencia y no solo de la coexistencia, para la depuración local y nacional del poder político en una sociedad y en una nación, sean siempre altas ya que no se trata solo de cambiar a los individuos, sobre todo a los sujetos señalados como criminales o cómplices, sino ante todo se trata de cambiar las relaciones de poder dentro del sistema de entrelazamiento institucional interno del gobierno, en su acepción jurídica y política, para que ya no sean posibles las conductas antiéticas y desprovistas de principios y valores. Cambiar, pues, las relaciones de poder internas que sostienen a un determinado sistema económico, sea este capitalista o socialista, y que con su discurso y su genealogía e ideología pretende legitimar dicho sistema tal cual éste último se presenta y manifiesta ante las personas, los individuos y los ciudadanos. Y esa presentación deja mucho que desear en los momentos pasados y actuales en nuestro país. Para eso existe la crítica de los intelectuales orgánicos no comprometidos con el poder político ni ningún tipo de poder o voluntad de poderío.
Ahora bien, y para responder a la pregunta anterior, definimos, junto a Emilio Martínez Navarro, la convivencia como un estadio mayor y superior que la mera coexistencia de los individuos al interior de sus sociedades o entre las naciones: “La convivencia de los pueblos en la superficie de nuestro planeta no es todavía un hecho. El hecho es, más bien, la mera coexistencia. Desde un punto de vista filosófico, la mera coexistencia puede ser definida como aquella situación en la que una multiplicidad de individuos ya sea personas físicas o colectivos más o menos integrados, comparten un mismo territorio sin crear entre ellos unos vínculos de confianza y de cooperación mutua, sino más bien recelando unos de otros, con enfrentamientos y conflictos frecuentes, y con predominio de la falta de cooperación leal en tareas mutuamente beneficiosas. En cambio, la convivencia es una situación que compromete a las partes que comparten el mismo espacio y tiempo a establecer los mencionados vínculos cooperativos, y a mantenerlos a través de las inevitables fricciones y conflictos de intereses que surgen en cualquier grupo humano. En forma esquemática podemos imaginar una línea recta que tuviera en un extremo la idea de convivencia, y en el otro, la idea de una guerra civil como lo más contrario a una convivencia; en la zona intermedia podríamos situar la mera coexistencia. Coexistir sólo exige que quienes coexisten se mantengan en la existencia al mismo tiempo, sin importar en qué condiciones, más bien precarias y hostiles, ocurra tal hecho. En cambio, convivir exige la realización práctica de ciertos compromisos en cuanto a respeto mutuo, a cooperación voluntaria y a compartir responsabilidades. En un sentido más estricto, la convivencia puede ser definida como una situación interpersonal de buena vecindad y mutua colaboración entre individuos o grupos que, a pesar de tener algunas características compartidas, son también diferentes en el sentido de que cada cual tiene su propia existencia y sus propios intereses legítimos. Por ejemplo, la convivencia entre cónyuges supone el compromiso previo de dos personas en cuanto a realizar un proyecto de vida en común, en el que cada cual ha de poner cierto esfuerzo y perseverancia para llevarlo adelante, pero ese compromiso y ese proyecto no pueden consistir en la anulación de uno por las exigencias del otro, puesto que en ese caso el resultado sería una situación de dominación, incompatible con lo que supone la convivencia. De modo semejante, la convivencia de los ciudadanos en una sociedad plural supone un compromiso de cada grupo social, y de cada ciudadano individual, en cuanto a cooperar para el mantenimiento de un orden compartido en el que las tensiones no sean tan grandes que pudieran dar al traste con la propia sociedad” (Martínez Navarro, 2003, págs. 174-175).
Resumiendo, pues, necesitamos de una Ética de la Convivencia de Depuración local y nacional del poder y del poder político, para que todos y todas nos comprometamos en un proyecto de país, de sociedad y de nación que supere la dominación y nos enorgullezca a todos los habitantes de este territorio y no que nos exhiba mundialmente como un país dominado, decadente, corrupto y carente de valores y principios. ¡Alta es y debe ser la expectativa y Morazán vigila!